Colegio Militante
Para
Pedro Luis García
El que obedece está hecho de la misma pasta que el que ordena:
son cómplices, amantes y bailarán un vals eternamente
Guillermo Fadanelli, Educar a los topos
… “Gorostieta, Hernández, Marmolejo, Meléndez,
Montelongo”,… El pase de lista a los nuevos cadetes del Heroico Colegio Militar
nos provocaba una sensación entre ansiedad, temor y satisfacción por
considerarnos desde ese momento parte de las fuerzas armadas del país y como
los futuros comandantes en jefe. Recuerdo que era una mañana nublada, en la que
un sol ansioso pero sin decidirse aguardaba tras un cielo gris, el que me
acostumbraría a mirar durante los próximos treinta y seis meses en ese Distrito
Federal de mis jóvenes e ilusionados años.
Muchos de los privilegiados cadetes nóveles, más tarde potros, fueron acompañados por sus
familiares, que entre abrazos, sollozos y melancólicos recuerdos de infancia
depositaban a sus vástagos tras la puerta número uno del recinto, en donde un
oficial con un par de rayas en las hombreras, dos metros de estatura, capote
almidonado, botones relucientes y zapatos de falso charol encarnaba el sueño de
las féminas presentes y presagiaba en la imaginación de las modestas familias
el destino de sus hijos.
Nos organizaron por estaturas: los monos en la primeras compañías, los enanos a partir de la octava hasta la treceava; me quedé en la
octava compañía aunque en la primera sección (con unos centímetros apenas y
alcanzo la séptima y me olvido del país de los gnomos), pero mi destino estaba
sorteado y mis verdugos esperaban con ansia. Las secciones se componían de tres
pelotones y la compañía de cuatro secciones y un pelotón de banderos,
integrantes de la banda de guerra. En cada pelotón había cinco de primer año,
tres de segundo y dos de tercero; de estos dos últimos, uno era el sargento del
pelotón: Raúl Azcona.
Tres meses de adiestramiento
básico militar nos mantuvo a raya del resto de la compañía, y a pesar de la
alberca a las cinco de la mañana, el comedor a las seis, el nuevo ritmo de
ejercicio físico, el estorbo que representaban los cinco kilos del fusil automático
durante las tres cuartas partes del día, además de la rutinaria, molesta e
interminable práctica de marcha en las horas de sol, fueron meses de picnic, como ya nos lo anunciaban los
semidioses del Colegio –los cadetes de segundo año–, en donde los momentos más
intensos los protagonizaron Zarazúa en el comedor a las seis de la mañana
(ensuciando con sus ácidos gástricos el pasillo al observar cuando nos servían
el desayuno, lo que nos espantó el poco apetito a los restantes por tan
desagradable escena), Mascorro en pleno adiestramiento de marcha (aventando su
arma por un lado, mentándole la madre al oficial a cargo y saliendo a paso
semiveloz, sin maleta ni nada, directo a la puerta principal) y Rentería que
fue descubierto después de esconderse por más de tres horas en el baño de la
fosa de clavados (y que protagonizó, a continuación, una escena nada decorosa
en el trampolín de diez metros ante las miradas de todos).
Pasados los tres meses, una nueva y poco acogedora etapa
nos esperaba, ya sin Rodríguez de mi pelotón, ni sin cuatro o cinco compañeros
más, que observaron astutamente que ir a una universidad pública, ver a una
chica tres o cuatro veces semanalmente, salir a cualquier parte que se les
antojase a la hora que quisieran, o rascarse los miembros inferiores frente al
televisor, presagiaba una vida más acogedora por lo menos durante los próximos
años; así que algunos de ellos nos desearon suerte con cierto grado de respeto
en sus miradas, pero sin una pizca de envidia, y se marcharon. A otros por su
parte no se les vio ni la sombra, cuando la vigilancia del día reportó sus lockers vacíos.
En las próximas tres semanas también Herrera abandonó mi
pelotón, pero en cambio llegó Salazar, un cadete extemporáneo, que ingresó casi
cuatro meses después por no muy claros motivos y por desconocidos medios o
métodos; le asignaron la cama que había sido de Rodríguez, a mi lado, pero
también al lado de José Trinidad Rasgado Hernández, La Perra, apodo que había adquirido apenas unas semanas atrás por
ser considerado el más “caliente” entre toda su antigüedad (es decir, su generación), lo que en pocas palabras
significaba que era el menos buena gente entre la élite de verdugos del Colegio
Militar. Debo aclarar que a los que de verdad temíamos, con los terrores más
profundos en nuestros sueños, no era a los de tercer año, que de alguna manera
ya estaban más allá del bien y del mal y que sólo tenían que ordenar sin
inquietarse para que sus deseos fueran cumplidos, sino a segundo año, los cuales aplicaban en la nueva generación de potros,
las técnicas aprendidas en su propia persona, creando una mezcla de odio y
temor muy grande, hasta el grado de que en una ocasión se levantara dormido
Fonseca –de primer año– pasada la media noche, se pusiera a gritar, llorar,
patalear y al último cantar en una lengua remota surgida de territorios
antiguos y tiempos de terror –y que no se le entendía ni tantito–, fuera
llevado entre brazos a la enfermería y trasladado posteriormente al Hospital
Militar, en donde su peculiar episodio fue diagnosticado como reacción
postraumática por estrés (lo que le valió el apodo de ahí en delante de El
Loco).
La Perra pertenecía al gran sector de
los que han sufrido exclusión o vejaciones durante tiempo prolongado, pero una
vez que la historia invierte los papeles de poder, aunque todos esperarían que
por haber experimentado dichos males no los desearían a otros, los aplican con
bríos renovados y dosis extras. Oriundo de Matías Romero, Oaxaca, La Perra
tenía por fin, después de largos años, el poder que no había pensado tener
sobre otros, allá en su pueblo natal cuando cuidaba animales que ni siquiera
eran propiedad de su familia, pues su condición humilde llevaba a que sus
miembros aspiraran a ser simples mozos. Pero un día pastoreando, observó el
paso de una compañía de infantería que maniobraba por la zona en busca de
cultivos de mariguana, y fue ahí donde sintió la primera atracción por la perrada del ejército. “Eso es lo que
quiero ser”, se dijo; tres años más tarde se alistó en el regimiento de
artillería de la zona, y sólo seis años más tarde –después de dos intentos
frustrados– La Perra consiguió ingresar a la escuela de oficiales.
Con la llegada de Salazar menguaban las dosis de tortura
repartida entre los potros, los cuales eran, por orden de camas: Jiménez, que
ocupaba la tercera, después de Raúl Azcona, el sargento de nuestro pelotón, el
primero de la primera sección, y después de Alvarado, el más destacado
académicamente de segundo año del pelotón y de la compañía, que ostentaba el
grado de cabo de cadetes con dos distinguidas cintas doradas, una en cada manga
de su guerrera, pero con menor brillo que las cuatro cintas doradas ostentadas
por Azcona –dos en cada manga– que lo elevaba sobre los demás y que hacía que
le fuera molesto incluso desgastar su voz para emitir alguna orden; en seguida
de Jiménez dormía Enríquez, también potro y la causa constante de nuestros
interminables castigos colectivos; a continuación dormía otro cadete de tercer
año, Fadanelli, un cadete segundón, apático y conformista que no ostentaba
ninguna cinta en su guerrera pues se contentaba con que los de grado inferior a
él le mostraran simuladas reverencias; después de Fadanelli seguía Echavarría,
la gloria del ajedrez del Colegio Militar, mérito que lo hacía merecedor de una
cinta dorada en su guerrera, destinada a los cadetes de primera, y que lo
colocaba en una situación de relativo confort respecto a sus compañeros,
excluyéndolo de las prácticas de marcha, el acondicionamiento físico, la fosa
de clavados, las prácticas de tiro, etc., pues los trofeos obtenidos le
autorizaban para recluirse durante estas horas en la biblioteca a practicar su
juego, pero a diferencia de Fadanelli que ya había ascendido al panteón de los
dioses del Colegio Militar, Echavarría practicaba su vileza, odio, rencor y
maldad periódicamente con nosotros, según él, para no perder la práctica. A
continuación de Echavarría se encontraba mi cama, de potro propenso a buscar
como los roedores cualquier hueco donde dormitar algunos minutos, ya fuera el
propio locker cerrado por dentro, las
escaleras del cuarto piso de la sección de lavado de ropa (a la cual subían
poco, por encontrarse ahí máquinas en mal estado, herramientas de mantenimiento
y otros objetos que no alcanzaba a ver tras las puertas de cristal blancuzco) o
las jardineras de la sección ecuestre, en donde me había convertido en viejo
conocido de arañas, ratas y lagartijas por mis periódicos encuentros con ellos
entre sueños idílicos. Después de mí dormía Salazar, el recién llegado,
protagonista, mártir y verdugo de nuestra historia; y cerraba el pelotón La
Perra, la otra cara de esta historia, y también protagonista, mártir y verdugo.
También estaban, por supuesto, las camas vacías que ya solo habitaban fantasmas
de cadetes muertos,… los recuerdos de desertores, marcas de graduados y una
perpetua melancolía de una juventud gastada entre el amansamiento espiritual,
el protocolo continuo y los juegos de poder, en una réplica infinita.
Azcona nos reunía periódicamente, a los de primer año,
para endilgarnos algunas chiludas[1] o para
darnos sermones sobre nuestros deberes militares, los hábitos cotidianos, la
fuerza de voluntad, lo que significábamos para nuestras familias, la
reivindicación de su autoridad, las cuotas que debíamos cubrir tanto en
efectivo como en especie, la repartición de encomiendas para la satisfacción de
sus necesidades personales… A Jiménez le correspondía el lavado y planchado de
su uniforme y el ciroleado[2] de sus
botones e insignias, colocadas adecuadamente con gomas y plásticos por el
reverso; a Enríquez, bolear sus botines (tarea nada sencilla la de convertir
piel normal de zapato en charol) y arreglar su cama y su locker; a Salazar, conseguir su cena y sus antojos cotidianos en
los casinos (pequeñas tiendas misceláneas atendidas por la tropa dentro de las
instalaciones del Colegio) o en la unidad habitacional militar ubicada a cuatro
kilómetros de las instalaciones en donde nos encontrábamos; y a mí, realizar
sus tareas, apuntes e investigaciones de nivel secundaria, que tenían
importancia de segundo orden en la educación castrense. La asignación de otras actividades para atender
al sargento se turnaba y así ningún potro podía quejarse de la malicia, el
sesgo o la imparcialidad de Azcona.
Por su parte Fadanelli se conformaba con que se le
atendiese con el boleado de sus botines, el lavado y planchado de su uniforme y
se le abasteciera de vez en cuando con antojos de comida, ya que él denotaba
placer en arreglar sus insignias… o posiblemente su autoevaluación personal en
cuanto a sus logros y el temor al juicio en las miradas de sus compañeros lo
limitaban a que abiertamente le arreglaran la cama, el locker o lo auxiliaran en sus tareas. Para atender a Fadanelli, en un principio nos
alternábamos semanalmente, pero resultó de gran suerte para nosotros que
Enríquez durmiera próximo a él, pues aparte de que Enríquez fallaba o se
rezagaba en muchas cosas (en el boleado personal, el planchado del uniforme, el
ciroleado de las insignias, el
arreglo de la cama o del locker, en
el acondicionamiento físico,… por lo que se la pasaba apañando, es decir, sufriendo
castigos), recién habíamos ingresado le había hecho mala cara a Fadanelli
cuando este último le ordenó que le boleara sus botines. A partir de esto,
Enríquez se ganó un trato especial
por parte de Fadanelli, que aminoró en los demás potros la carga de trabajo y
el desgaste económico. Afortunadamente –sobre todo para nosotros– Enríquez
provenía de clase acomodada, y mantenerle la panza llena a Fadanelli ayudaba a
que la situación no se saliera de control y reventara a Enríquez, lo que
hubiera representado mal augurio para los demás.
Los meses fueron transcurriendo y el adiestramiento de
dormitorio subiendo de tono. Pasado poco más de medio año en el Colegio Militar
ya no era usual esperarse que el tratamiento de cocowash no hubiera surgido efecto en algún potro y que éste fuera
a culearse[3]
de que recibía algún trato indebido por parte de algún superior; los potros
culeros o rajones ya se habían retirado todos, por propia voluntad o con algún
estímulo que los impulsase un poco. El roce entre Fadanelli y Enríquez había
quedado atrás, este último había logrado entender el carácter de su tercer año, sus puntos débiles, lo que
debía y no debía hacer respecto a Fadanelli. Así, cada fin de semana que
salíamos francos, Enríquez volvía con un suculento manjar para su tercer año, y cuando notaba que
Fadanelli estaba inquieto, regresaba de clases al dormitorio con una coca cola
que le aliviaba la ansiedad; pero
sobre todo se portaba con el tercer año
con el mayor temor y respeto delante de otros tercer año, actitud que no denotaba cuando estaban a solas, pues en
esos momentos participaban de una complicidad que tal vez comparten quienes,
sin conocerse a fondo o sin ser cómplices, se saben ladrones, asesinos o
cobardes, y la simulación se vuelve su principal aliada.
Ahora, una nueva relación se fraguaba cerca de mi cama.
Salazar caía en las redes del azaroso destino gracias a una serie de procesos impostergables
en su sistema nervioso central: los núcleos del rafe en el tallo cerebral y el locus coeruleus en la misma zona,
sistemas activadores e inhibidores del sueño, respectivamente (cómplices o antagonistas, según se
vea, en diálogo o réplica constante), llevando a cabo su trabajo,
traicionaron a Salazar después de que La Perra le encomendara un resumen de la
segunda Guerra Mundial para el día siguiente. En este resumen el conflicto bélico
terminaba sin que EUA ingresara a la guerra y con Alemania apoderándose ya de
buena parte de Europa, por lo que La Perra fue reportado en el parte por
incumplimiento de tareas, y esto le valió quedarse guardado el fin de semana.
Todavía el domingo por la noche, después de regresar de
su fin de semana libre, Salazar durmió como lo venía haciendo, ya que el grupo
de cadetes arrestados de fin de semana no eran devueltos a sus compañías sino
hasta el lunes a las cuatro y treinta de la madrugada, pues durante las noches
del sábado y el domingo dormían todos juntos en una sola compañía aullando uno de los más grandes placeres
del Colegio Militar: salir franco el fin de semana.
Mientras arribaba a su locker, sólo escuché mascullar a La Perra:
—Ya te chingaste, pinche potro.
Las actividades durante el día siguieron su curso, pero
al caer la noche La Perra nos reunió en el almacén de mantas.
—Ahora sí, pinches potros, ya se acabó el amor, aquí
solamente quedan puras puchas que
disque quieren ser soldados, y ya ninguno tiene derecho de culearse, ¿o no?,
¡pinches culeros!
Todos en coro: “¡Sí, mi cabo!”
Formamos una fila india mientras La Perra sacaba de
alguna parte una tabla de metro y medio de largo por veinte centímetros de
ancho, con un mango en un extremo; miré el rostro desencajado de Enríquez, que a
su vez observaba el mío, cuando el trasero de Jiménez era bateado como una
pelota de beisbol y éste aullaba del dolor como perro apaleado.
—Pinches potros culeros,
cierren bien la patas si es que quieren tener hijos putos como ustedes.
Seis tablazos por trasero. Enríquez que era el
penúltimo en la fila le lloró de rodillas a La Perra para que no le propinara
el sexto, y este último concentrado en Salazar empujó con la planta del zapato
a Enríquez quien no lo pensó dos veces y salió arrastrándose de ahí. Dos dedos oprimieron el
pecho de Salazar cuando éste también se disponía a salir:
—Aún no he terminado contigo, bella durmiente.
Salazar no pudo sentarse en dos semanas, simulando una
posición sedente a la hora del comedor o en el salón de clases y buscando un
pretexto para no asistir a la fosa de clavados
el jueves siguiente. Se sobrepuso estoicamente a la tableada, al arresto del
fin de semana siguiente, a terminarse en el comedor la fuente de frijoles para
ocho cadetes él solo, a comerse las ocho naranjas de postre como si fueran
manzanas, a tomarse tres litros de agua de excusado hasta vomitar, a no dormir
casi nada por cinco días seguidos haciendo lagartijas, saltos en escuadra,
posición de mortero[4] (con el
cadete de guardia de segundo año a un lado, vigilándolo, para despertarlo cada
que le venía el sueño). Lo que Salazar no sabía o no quería saber es que su
pesadilla apenas empezaba.
Transcurrieron otras dos semanas, que Salazar soportó en
condiciones casi similares.
—No mames, pinche Pinky –se quejaba Salazar–, ese güey me quiere chingar, y siento que ya no aguanto, cabrón.
—Pero es que no te le pongas al pedo, pendejo, ¿no ves
que te va reventar?
—Es que por más que intento no puedo disimular el pinche
odio que le tengo al hijo de la chingada, y más después de lo que nos contó
Fadanelli de ese pinche guajaco.
—No mames, güey, el pinche Fadanelli es pura lengua, de
seguro fue él el que se culeó y nadamás anda de hocicón, ¿no le ves la cara al
puto?
—No, pinche Pinky, ya lo comprobé con el culero de
Echavarría; le conseguí una torta y un chesco
y me soltó la sopa: cuando era potro, la pinche Perra se culeó de su segundo año. A ese cuate le hicieron
consejo de honor y lo mandaron a la chingada con todo y sus cintas de distinción…
Y míralo ahora, ya se purificó el pinche culero y se las da de mucha fibra el pinche bato.
—Yo que tú, mejor le daba por su lado, pinche Araña, si
no, no le va a bajar.
—Cómo le voy a dar por su lado, güey, si llevo tres fines
de semana sin salir, el culo lo tengo reventado, y si no me ha dado una
infección estomacal es de puro milagro; pero eso sí, que no se diga que soy un
culero como él.
Las semanas siguieron transcurriendo y La Perra seguía
trayendo entre ojo y ojo a Salazar. Llegaron los exámenes de medio curso y los
resultados de primer año fueron pésimos; empezaron a correr los rumores de que
los motivos eran porque no dormían y les agarraba el sueño en clase, porque no
tenían tiempo para sus tareas atendiendo las de sus superiores, porque no se
alimentaban bien a causa de las torturas en el comedor, que disque por excesivo
estrés en los dormitorios. A esto se le sumó el episodio protagonizado por
Fonseca que llegó a oídos de medio ejército, después de que estuviera bajo
estudios en el Hospital Central Militar. Era hora de que los altos directivos
del Colegio, como año con año, barrieran de la honorable alma mater del ejército a todos aquellos que no habían conseguido
manejar con eficacia el sublime arte del cocowash
en los cadetes nóveles, o en su defecto, que se habían excedido un “poquitín”
en su trato.
Por esa época habían llegado las semanas de conferencias.
En una nos proyectaron la representación de Tlacaélel, y un tal Velasco Piña
nos habló de la importancia de este personaje en nuestros cimientos culturales
y militares; pero más de tres cuartas partes del auditorio soñaba en esos
momentos en el fin de semana, en que sus segundos
años se lesionaban y caían en la enfermería por tiempo indefinido, en que
despertaban siendo ya de tercer año, etc., Esas noches de auditorio se
convertían en verdaderos oasis de sueño, una vez que apagaban las luces para
hacer resaltar el escenario.
Cada vez que nos anunciaban en las actividades la visita
al auditorio, los ojos de La Perra se clavaban en Salazar, con una mirada como
de águila o pantera, como si presintiese algo de lo cual ya hubiese sido
testigo, mientras que Salazar continuaba sus actividades como sin saber el
papel a representar que el juego de azares le tenía preparado.
Pasaban de las ocho de la noche, acabábamos de regresar
del último rancho y nos quitábamos el uniforme para ponernos en short y camiseta, cuando se escuchó por
parte del cadete de guardia:
—Todos los potros de la octava compañía, sin excepción
alguna, tienen diez segundos para estar en la puerta, uniformados y con capote:
diez, nueve, ocho, siete…
Nos trasladaron al auditorio, cosa muy inusual, pues no
estaba registrado en las actividades que indicaron por la mañana; sin embargo,
ya había ocurrido en otras ocasiones que sin estar programado nos condujeran al
auditorio para alguna representación, o porque algún conferencista confirmaba
de último momento, o para algunas indicaciones generales, un exhorto o
felicitaciones por parte de los directivos por el desempeño en algún desfile u
otra cosa; pero ¿a deshoras?, eso no había ocurrido antes.
Cuando ingresamos ya estaba en el estrado el Coronel de
Infantería diplomado de estado de mayor Fulgencio Segovia, comandante del
Cuerpo de Cadetes, el tercero a cargo después del director y subdirector del
Colegio.
—Jóvenes cadetes de primer año, los he mandado reunir
aquí, fuera de las horas de actividades ordinarias y sin haberlo registrado en
el parte de actividades para el día de hoy, por el siguiente motivo: me han
llegado rumores de que en algunas compañías algunos de ustedes están siendo
objeto de ciertos abusos por parte de sus cadetes de años superiores. Sépanse
que la primera obligación del cadete es enseñar con su ejemplo a sus cadetes de
grado inferior, instruyéndolos, orientándolos y exigiéndoles en la formación
castrense, pero jamás abusando de su jerarquía para descargar en sus
subalternos sus odios, rencores o frustraciones, o arrebatarles sus
pertenencias que con tanto esfuerzo les envían sus padres. Por lo que no estoy
dispuesto a tolerar ningún acto de este tipo, y si los he reunido aquí no es
para que ustedes carguen con el papel de traidores, rajones o cualquier otro
adjetivo que equivocadamente se les pudiera imputar. Quiero decirles, cadetes
nóveles, de una vez y en forma clara, que aquí en el Colegio Militar no está
permitido ningún tipo de abuso, por parte de quien sea, hacia un subalterno,…
para los que pensaban lo contrario. Por lo que les pido, de hombre a hombres,
de militar a militares, su apoyo para erradicar a todos aquellos cadetes que
con sus actos delictivos manchan el uniforme de nuestro glorioso y honorable
ejército mexicano. Por último, quiero que sepan, y esto es una orden para
todos, que todo lo que aquí se hable, aquí se queda, soldados; y ya para
terminar, y no me lo tomen a mal, pero de aquí no nos vamos, así nos amanezca,
hasta que alguno de ustedes colabore con su ejército denunciando este tipo de
atropellos.
Todos nos mirábamos a las caras y nos invadía una
sensación entre miedo, vergüenza, protección, justicia y unos deseos enormes de
desembuchar de un solo golpe todo lo que nos hacían; sin embargo, nadie decía
nada, ni una palabra. Hizo falta que el coronel se dirigiera al pelotón de
Fonseca, haciéndolo parar y cuestionándolos sobre los acontecimientos ocurridos
dos meses antes; poco a poco fueron narrando sus experiencias, sin destaparse
ni acusar a nadie en particular,… cuando de pronto pidió la palabra un potro de
otra compañía, y lo soltó todo, dando santo y seña de su verdugo. Por un momento
pareció que con esto era suficiente y nos retirarían al dormitorio, pero, tras
unos comentarios que hizo el coronel con otros oficiales y cuando se disponía
nuevamente a dirigirse a nosotros, ante la sorpresa de todo nuestro pelotón y
nuestra compañía, una mano remota, infinita, irreconocible se alzaba por todos
los aires; era Salazar.
—Mi coronel, soy el cadete de primer año Rubén Salazar,
del primer pelotón de la primera sección de la octava compañía, y quiero
denunciar a mi cadete de segundo año José Trinidad Rasgado Hernández, el cual…
Sentimos una mezcla de satisfacción, vergüenza, miedo,
asco y alegría.
Regresamos al dormitorio; nadie comentó nada, ni los
cadetes de segundo o de tercero nos preguntaron algo, ni siquiera Fadanelli, a
quien le valía un reverendo cacahuate casi todo y no le importaba hacer algún
cuestionamiento.
A la semana siguiente, nos volvieron a llevar al
auditorio, sólo que esta vez a toda la compañía, incluidos segundo y tercero, y
además, esta actividad sí estaba registrada en el parte de actividades del día,
aunque sólo se anunciaba como actividad programada por la mesa directiva del
Colegio; pero ya todos intuían el tono que dicho acontecimiento podía tomar.
Cuando nos formaron por pelotones, vi el semblante de La Perra, en éste ya no
existía la prepotencia y la fiereza que se observaban apenas unos días atrás;
en la mirada que le dirigió a Salazar, el miedo y las ansias de piedad habían
desplazado al odio: como seguramente se mira al verdugo en los escalones del
patíbulo. Azcona nos reprendió:
—Fórmense rápido, pinches potros culeros. –Y dirigiéndose a Enríquez–: Órale tú, pinche flaco
zorra,[5] no te digo
más, porque si no te culeas, pinche potro,… pero apúrate, cabrón.
Cuando ingresamos al auditorio, en el estrado ya estaba
colocada la mesa del Consejo de Honor, presidida por el director y otros jefes.
A La Perra ya no lo dejaron ingresar por la puerta donde entraban los cadetes,
lo condujeron por otra puerta, y en ese instante, en el que el oficial le hizo
la seña para que se detuviera, observé que dos lágrimas eternas escurrían por
las mejillas de La Perra; el tiempo se tornó lento, interminable; el suyo, el
de La Perra, había terminado.
Le sumaron novecientos puntos de arresto por diferentes
cargos en su contra, lo que significaba baja definitiva, pues el máximo de
puntos de arresto que alguien podía acumular eran cuatrocientos noventa y
nueve. El coronel Segovia le arrancó sus insignias una por una: manguitos de
infantería, escudo del Colegio a un costado de la guerrera, insignias de latón
del cuello y del pecho izquierdo, y sus cintas en los brazos que lo distinguían
como cabo de cadetes; dos soldados de la policía militar lo acompañaron por sus
pertenencias y luego a la entrada número uno del Colegio Militar, directo a la civilona (la vida civil).
De esto ya ha pasado casi un año, ya pocos se acuerdan –o
nadie quiere acordarse–; son los archivos secretos de generales, jefes y
oficiales del ejército. Aunque nosotros apenas hemos pasado a segundo año,
somos semidioses del Colegio Militar. Los de nuevo ingreso terminaron hace dos
días su curso básico de adiestramiento, y hace apenas una hora, segundo año de
nuestro pelotón reunió a los potros en el cuarto de mantas; presidió el exhorto
Salazar, que tiene ambiciones de ser sargento en tercer año y ¿por qué no?
ayudante de compañía[6] (todos
saben que se va a esforzar al máximo por ser el más “caliente” de nuestra
antigüedad). En la arenga les dice a los cadetes nóveles:
—Ya se terminó su rélax
del adiestramiento, pinches señoritas. A partir de aquí empieza el verdadero show, así que o aguantan la verga o se
desertan, pinches potros culeros.
Yo por mi parte, aspiro por lo menos a que los de grado
inferior simulen reverencias en mi presencia, como Fadanelli, pero a diferencia
de él, no sé si yo tendré el valor de revelar el hilo negro de traiciones en
esta gran casa del honor.
[1] En la jerga del ejército: anécdotas reales
o inventadas.
[3] Rajar,
acusar.
[4] Boca abajo,
en el suelo, apoyado solamente en las puntas de los pies y en los codos (con
las manos en la cara).
[5] En la jerga del ejército: tonto, pendejo.
[6] El ayudante de compañía es el cadete de
tercer año más destacado de toda su generación y es el único que es distinguido
con seis cintas en su guerrera, tres en cada brazo.